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sábado, 13 de septiembre de 2014

La Exaltación de la Santa Cruz. 14 de septiembre

Blog católico de Javier Olivares-baionés jubilado-Baiona


14 de septiembre.
LA EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ
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La Santa Cruz es
la señal del cristiano.

¿Has pensado en la cruz de cada día, que no faltará,
y que será para tí la Santa Cruz,
si la llevas con garbo,
porque el Señor va delante,
enseñándote el camino?

La Santa Cruz es señal de predlección.
Desconfía, si las cosas te van deasiado bien.
Prepárate, no lo olvides,
porque en cualquier momento,
al doblar la esquina, te la puedes encontrar...
Si estás preparado, sabrás decir
con S. JOSEMARIA:

Bendito sea el dolor, santificado sea el dolor,
glorifcado sea el dolor, hágase, cúmplase
TU SANTISIMA VOLUNTAD.

Y te lo aseguro.
SERÁS MUY FELIZ.

Cristo El Señor no nos engaña nunca.
Franja.
Torreciudad, 13 de septiembre del 2012.


Comentario de D. Luis de Moya.
En la Cruz de Jesucristo Dios nos manifiesta su amor. Las palabras, del Evangelio según san Juan, que meditamos hoy brevemente, siguiendo la Liturgia de la Santa Misa para este día, son un comentario de Nuestro Señor a Nicodemo, hablándole de la vida que quiere Dios para los hombres, y que Jesús nos conseguiría con su muerte y resurrección.
También nosotros, a pesar de nuestros defectos, de nuestros egoísmos, somos capaces de dar cosas buenas a quienes amamos. Por los que queremos con todo el corazón somos capaces de cualquier esfuerzo. Estamos dispuestos también –si fuera preciso– a sacrificar lo más apetecible con tal de ayudar, proteger, consolar o favorecer de alguna forma a los que amamos. La medida de nuestro esfuerzo desinteresado es la medida de nuestro amor. De hecho, es habitual escuchar, como argumento definitivo y prueba de la autenticidad y grandeza de un cariño, el conjunto de las renuncias soportadas por él o, dicho positivamente, la cantidad y calidad de los bienes que se han entregado para favorecer a quien amamos. Así, pues, cuando queremos de verdad, aunque nos enriquecemos verdaderamente –y mucho– amando, es indudable que padecemos también una cierta pérdida. Es el sacrificio que, de buena gana, hacemos al amar.

En Dios no puede darse mengua alguna. Dios a nada renuncia cuando ama a los hombres, y nos sana y enriquece más de lo que puede hacerlo el mejor bien de la tierra. Siendo Dios el Amor mismo subsistente e infinito, no es concebible en Él la privación. El dolor que acompaña siempre al amor humano –"la piedra de toque del amor es el dolor", se suele afirmar– es una manifestación más de nuestra finitud y precariedad. 

No pocas veces, ese dolor unido a nuestro amor, es la triste consecuencia de la humana miseria, pues es imprescindible romper con los apegos de la concupiscencia, de la comodidad, 

del orgullo, del capricho..., de paso que vamos purificando nuestros afectos y los dirigimos a quienes conviene y según conviene, para agradar a Dios. Amamos a los demás entre el dolor y la renuncia que nos suponen el desapego de nuestros caprichos, para poder ocuparnos de ellos.

En otros momentos insistirá Jesucristo en la necesidad de seguirle con nuestra cruz de cada día, si queremos ser de los suyos. Que el cristiano –el de Cristo– debe llevar una vida exigente –de cruz–, es algo muy sabido por todos, no solamente por los hijos de la Iglesia. Pero en las palabras de san Juan que hoy consideramos, Jesús nos habla de su Cruz, que es una Cruz de amor: de amor por los hombres. Los bienes que nos engrandecen a partir de esa Cruz, que es su Pasión en el Calvario, son innumerables. Todas las virtudes hechas vida en Jesús, saltan a la vista para quienes contemplan con algún detenimiento las tremendas escenas de su crucifixión y muerte. Hasta el fin de los tiempos quedan ahí –fielmente reflejadas en el Evangelio– para nuestro ejemplo. Y nos enriquecemos, humana y sobrenaturalmente de ellas, si tratamos de imitarlas y las pedimos con humildad 
a Quien más nos quiere.


Podemos afirmar, sin duda, que Jesús sobre el Calvario, 
siendo como siempre perfecto Dios y hombre perfecto, 
se muestra, sin embargo, más que nunca, en su humanidad
 y en su divinidad. Situémonos de modo ideal junto a Cristo paciente, marchando con la Cruz y ya en la cumbre del Gólgota, para sentir la medida de lo que falta aún a nuestra perfección. Parece necesario entender algo más –aunque no podamos comprender del todo– la conducta y sentimientos de Jesucristo para llegar a valorar la Vida Eterna, el inigualable tesoro que nos ha ganado con su muerte. Según recuerda el propio Jesús: así debe ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga Vida Eterna en Él. 
La Vida abundante,
 de la que nos hablaba otras veces,
 nos corresponde por su Cruz
 y es para una existencia eterna en Él.

Es la manifestación final del divino amor por los hombres. 
Un amor que quiso la entrega del Hijo, para que nos mereciera la reparación del pecado. Un amor sobreabundante, que nos convierte en hijos de Dios, coherederos con Cristo, en la expresión del Apóstol. Por los sacramentos, y de modo singular por la Eucaristía, nos hacemos partícipes de los méritos del mismo Jesús muriendo en la Cruz. Este es el sentido de la venida al mundo del Hijo de Dios: hacernos participar en su misma Vida Eterna. Debemos, por tanto, desechar otros pensamientos menos rectos y demasiado frecuentes por desgracia, acerca la vida que Dios espera de nuestra vida cristiana. Para algunos, en efecto, el cristianismo consiste, más que nada, en un conjunto de preceptos o condiciones de vida que debemos guardar. El cristiano que así piensa lleva, en la práctica, una existencia a impulsos del temor: por miedo a las penas que caerán sobre él,
 si se aparta de los mandamientos.

Se trata, desde luego, de una visión deformada –monstruosa– del mensaje salvador y, en consecuencia, de Jesucristo, que nos lo ha mostrado. El mismo Jesús manifiesta, según acabamos de recordar con las palabras que nos transmite san Juan, que Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. Concretamente, en su Cruz no vemos afán de revancha o rencor, ni odio, ni falta de esperanza o de paz; por el contrario, allí brilla el perdón, el interés por los demás hasta su último instante; una paz inmensa en la tarea bien concluida, absoluta confianza en Dios y en su Bienaventuranza, y, sobre todo, mucho amor, 
manifestado en la entrega total.

Celebramos, pues, esa Cruz en el día de hoy. Y damos gracias a Dios, a través de Santa María, su Madre y Madre nuestra, porque nuestras penas y dolores –unidos a la Cruz de Cristo– pueden ser ocasión de alegría infinita y eterna,
 por voluntad de Dios.
Luis de Moya
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Hazme una cruz sencilla,

carpintero...
sin añadidos
ni ornamentos...
que se vean desnudos
los maderos,
desnudos
y decididamente rectos:
los brazos en abrazo hacia la tierra,
el astil disparándose a los cielos.
Que no haya un solo adorno
que distraiga este gesto:
este equilibrio humano
de los dos mandamientos...
sencilla, sencilla...
hazme una cruz sencilla, carpintero.
-León Felipe-

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Camino
  Punto 178
 Cuando veas una pobre Cruz de palo, sola,
 despreciable y sin valor...
y sin Crucifijo,
no olvides que esa Cruz es tu Cruz:
la de cada día, la escondida,
sin brillo y sin consuelo...,
que está esperando
el Crucifijo que le falta: 
y ese Crucifijo has de ser tú.

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La vida del Maestro Avila -San Juan de Avila- está marcada por la cruz como signo de autenticidad. Una cruz grande de palo presidía su habitación en Montilla. Las tribulaciones y la persecución le ayudaron a descubrir el significado del dolor, como posibilidad de compartir la misma suerte de Cristo. La renuncia a ventajas temporales fue una norma constante de su actuar. En la meditación de la pasión, que él recomendaba vivamente a todos, encontró la luz y la fuerza para cargar con la cruz de una vida apostólica gastada totalmente por el Señor. Así pudo guiar a otros por el camino de la cruz.
La mejor descripción del misterio de la cruz se encuentra en el tratadito sobre el amor de Dios. Es un tema relacionado con el Corazón de Cristo, con su sangre, su pasión y su amor esponsal. El tratado ofrece un texto lírico de antología: “¿Qué te parecería un día de la cruz por desposarte con la Iglesia, y hacerla hermosa, que no la quedase mancilla ni ruga?” (Amor, n. 8, 352ss; cfr. Ef 5,25-27). El creyente entra en la locura de la cruz: “¡Oh cruz! hazme lugar, y véame yo recibido mi cuerpo por ti y deja el de mi Señor. ¡Ensánchate, corona, para que pueda yo poner mi cabeza! ¡Dejad, clavos, esas manos inocentes y atravesad mi corazón y llagadlo de compasión y de amor!” (ibídem, 397ss). LEE EL RESTO DE ESTA ENTRADA 


Santa Helena 

LA SANTA CRUZ

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